Si Murillo viviera
Alejandro Ruesga / Fran López de Paz
Dice el Evangelio de Almonte que Murillo estuvo en el
Rocío. Que se escapó una mañana a las Rocinas para conocer a la Virgen
que veneraban en la ermita varada en la marisma.
Fue por San Pedro, a finales de junio, cuando el pintor
llegó a los arenales que están junto al mar esmeralda del Condado de
Niebla. Se encontró casualmente con un espectáculo inimaginable. Era la
saca de las yeguas, una ceremonia antigua en la que las hembras de los
caballos que recorren Doñana salen de su entorno salvaje para trotar
hasta la villa almonteña. Paran en las rocinas, para beber y descansar
antes de coger camino del arroyo de Santa María que es donde se agrupan
sudorosas para entrar solemnemente en el pueblo. Cruzan por pinares,
galopan entre el romero, rodean los acebuches, se enredan con las
amapolas, juegan con los lirios y junto a la Virgen reciben el agua
bendita de un cura porque ellas también son criaturas del Señor.
Tan grande fué lo que vió Bartolomé Esteban Murillo que quiso regalarle a la Marisma el azul purísima de sus inmaculadas. Por eso cogió las escaleras y los pinceles y se puso a pintar el cielo. No hay un azul más hermoso en el universo.
Tan grande fue lo que vio Bartolomé Esteban Murillo que quiso regalarle a la Marisma el azul purísima de sus Inmaculadas. Por eso cogió las escaleras y los pinceles y se puso a pintar el cielo. No hay un azul más hermoso en el universo.
Tan grande fué lo que vió Bartolomé Esteban Murillo que quiso regalarle a la Marisma el azul purísima de sus inmaculadas. Por eso cogió las escaleras y los pinceles y se puso a pintar el cielo. No hay un azul más hermoso en el universo.
Tan grande fue lo que vio Bartolomé Esteban Murillo que quiso regalarle a la Marisma el azul purísima de sus Inmaculadas. Por eso cogió las escaleras y los pinceles y se puso a pintar el cielo. No hay un azul más hermoso en el universo.
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